viernes, 28 de agosto de 2009

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Biografía de C.H.Spurgeon

Gregorio VII y Enrique IV


A pesar de sus decretos en contra de la investidura laica, el Papa no parecía estar dispuesto a aplicarlos universalmente. Mientras los diversos señores laicos designaran a personas dignas, y su investidura se hiciese sin sospecha alguna de simonía, Gregorio no insistiría en sus decretos. El caso de Enrique IV de Alemania, sin embargo, era más difícil, pues varios de sus nombramientos, hechos sin prestar atención alguna a los edictos papales, eran cuestionables. Pero a pesar de ello el Papa se limitó a hacerle llegar noticia de su descontento.

La chispa que provocó el incendio fue la cuestión del episcopado de Milán. La sede de esa ciudad había estado en disputa por algún tiempo, y por fin esa dificultad parecía haberse resuelto, cuando se produjeron motines en la ciudad. El obispo que por fin había logrado ser reconocido como legítimo trataba de imponer el celibato eclesiástico. Quizá con su anuencia, los patares se lanzaron de nuevo a las calles, insultaron a los clérigos casados y a sus esposas, y destruyeron sus propiedades. Algunos de éstos huyeron a Alemania, donde pidieron socorro a Enrique. Este último, sin consultar con el Papa, declaró depuesto al obispo de Milán, y nombró a otro en su lugar.

La respuesta de Gregorio no se hizo esperar. Apeló a la autoridad que decía tener de juzgar a reyes y emperadores, y le ordenó a Enrique que se presentase en Roma, donde sus graves delitos serían juzgados. Si no acudía antes del 22 de febrero (de 1076) sería depuesto, y su alma condenada al infierno.

Al recibir la misiva del Papa, el Emperador parecía hallarse en la cumbre del poder. Poco antes había ahogado una sublevación entre sus súbditos sajones. Su popularidad en Alemania era grande; los jefes de la iglesia en sus dominios parecían dispuestos a apoyarle.

La situación de Gregorio era parecida. Poco antes, el día de Nochebuena del 1075, un tal Cencio, al mando de un grupo de soldados, había irrumpido en la iglesia en que se celebraba la misa y el Papa, herido y golpeado, había sido hecho prisionero. Cuando el pueblo lo supo, se lanzó a las calles, sitió, tomó y arrasó la torre en que Hildebrando estaba cautivo, y sólo dejó escapar a Cencio porque el Pontífice le perdonó la vida, a condición de que fuera en peregrinaje a Jerusalén.

Por tanto, ambos contrincantes, al tiempo que habían recibido pruebas recientes del apoyo con que contaban, también habían tenido señales de la oposición que existía contra ellos, aun entre sus propios súbditos.

El Emperador no podía acudir a Roma, para ser juzgado como un criminal cualquiera. Luego, su única salida estaba en hacer ver que el Papa que lo declaraba depuesto y excomulgado no era legítimo, y que por tanto sus sentencias carecían de valor. Con ese propósito convocó a un sínodo que se reunió en Worms el día 24 de enero. Allí el cardenal Hugo "el Blanco", quien anteriormente había exaltado a Hildebrando, declaró que se trataba de un tirano cruel y adúltero, dado además a la magia. Acto seguido, sin pedir más pruebas, los obispos se sometieron a la voluntad imperial, y declararon depuesto a Gregorio. Sólo dos prelados se atrevieron a protestar, y aun éstos firmaron cuando se les señaló que de negarse a hacerlo serían culpables de traición contra el Emperador. Entonces, en nombre del concilio, Enrique le comunicó estas decisiones "a Hildebrando, no ya papa, sino falso monje".

Un mes después, el 21 de febrero, Hildebrando presidía el concilio a que había llamado a Enrique, cuando el sacerdote Rolando de Parma irrumpió en el recinto, gritando en nombre del Emperador que Hildebrando no era ya papa, y que el soberano les ordenaba a todos los allí reunidos que fueran ante su presencia el día de Pentecostés, cuando un nuevo pontífice sería nombrado.

La esperanza de Enrique era que algunos de los miembros de aquel concilio se atemorizaran, e Hildebrando perdiera así algo de su apoyo. Pero lo que sucedió fue todo lo contrario. Algunos de los presentes trataron de castigar físicamente al mensajero, y sólo la intervención del Papa logró evitarlo. Tras restablecer el orden, Gregorio se dirigió a la asamblea, diciéndole que estaban presenciando los grandes males que según las Escrituras habrían de venir en tiempos del Anticristo. Luego el concilio recesó hasta el día siguiente, dejando al Papa a cargo de dirigir contra el Emperador "una sentencia aplastante, que sirva de lección a las edades por venir". Al otro día por la mañana, el 22 de febrero, el Papa condenó y declaró depuestos y excomulgados a los obispos alemanes que se habían prestado a los designios de Enrique. En cuanto a éste último, el Papa declaró:

En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, por el poder y la autoridad de San Pedro, y en defensa y honor de la iglesia, pongo en entredicho al rey Enrique, hijo del emperador Enrique, quien con orgullo sin igual se ha alzado contra la iglesia, prohibiéndole que gobierne en todos los reinos de Alemania y de Italia. Además libro de sus juramentos a quienes le hayan jurado o pudieran jurarle fidelidad. Y prohíbo que se le obedezca como rey.

Al recibir la sentencia papal, Enrique decidió responder de igual modo, y reunió a un grupo de obispos que declaró excomulgado a Gregorio. En diversos lugares los más fieles seguidores del Emperador siguieron su ejemplo, y por tanto el cisma parecía inevitable.

Pero el poder de Enrique no era tan firme como parecía. Muchos de sus seguidores sabían que las acusaciones que se hacían contra Gregorio eran falsas, y temían por la salvación de sus almas. Pronto hubo obispos que le escribieron al Papa, pidiendo perdón por haberse prestado a los manejos del Emperador. Luego Guillermo de Utrecht, uno de los principales acusadores de Hildebrando, murió de repente, y el pánico cundió por las filas imperiales. Los sajones amenazaban rebelarse de nuevo. Varios nobles poderosos, fuera por motivos de conciencia o de política, comenzaron a negarle obediencia al Emperador. En su propia corte corrió el rumor de que quienes se contaminaran con su trato harían peligrar sus almas. El Papa convocó a una dieta del Imperio, que debería reunirse en febrero del próximo año, para juzgar al Rey, deponerlo y elegir su sucesor.

En tales circunstancias, no le quedaba a Enrique otro recurso que apelar a la misericordia del Papa. Para ello, tenía que entrevistarse con Gregorio, y lograr su absolución, antes que la dieta se reuniera en Augsburgo. Por tanto, reunió en derredor suyo a los pocos fieles servidores que le quedaban, y emprendió el camino hacia Italia. Pero sus enemigos le cerraban el paso por la ruta más directa, y tuvo que desviarse a través de Borgoña. Cuando por fin llegó a los Alpes, la nieve era tanta que era casi imposible atravesar la cordillera. Por fin, con la ayuda de los naturales del lugar, y tras mil peripecias, logró cruzar los Alpes y entrar en Italia. Allí le esperaba una sorpresa. Los nobles y muchos de los clérigos del norte de la Península sentían gran odio hacia Hildebrando y sus rigores excesivos, y por tanto fueron muchos los que, al saber que Enrique IV estaba en el país, acudieron a él. Pronto el Emperador marchaba al frente de un ejército imponente, compuesto por gentes que creían que había venido a Italia a deponer al Papa.

Gregorio, por su parte, no sabía cuáles eran las verdaderas intenciones de Enrique. Temiendo un ataque militar, decidió detener su marcha hacia Alemania, donde se había propuesto presidir la dieta del Imperio, y fijó su residencia en Canosa, cuyas fortificaciones lo protegerían si el Emperador venía en son de guerra.

Pero Enrique no estaba dispuesto a jugarse el trono de Alemania continuando su política de oposición al Papa. Su propósito era someterse al Pontífice. Pero hacerlo, no ante la dieta del Imperio, en presencia de sus súbditos, sino en la relativa intimidad de la corte papal. Repetidamente le pidió al Papa que lo recibiera; pero éste rechazó todas sus peticiones. Varias de las personas más allegadas a Gregorio intercedieron a favor del soberano excomulgado.

Por fin se le permitió entrar en Canosa. Pero las puertas del castillo permanecieron cerradas, y Enrique se vio obligado a pedir entrada durante tres días, vestido de penitente a la intemperie, en medio de la nieve profunda que todo lo cubría.

Al parecer, Gregorio temía que el arrepentimiento de su enemigo no era sincero, y por tanto hubiera preferido proseguir con sus planes de deponerlo y nombrar su sucesor. Pero, ¿cómo podía quien se llamaba el principal de los seguidores de Cristo negarle el perdón a quien de tal modo lo pedía? A la postre, las puertas se abrieron, y el Emperador, descalzo y vestido de penitente, fue conducido hasta el Papa, quien exigió de él una larga lista de condiciones, y completó su humillación negándose a aceptar su juramento sin la garantía de otros nobles y prelados que se comprometieron a obligar al Rey a cumplir lo prometido.

Al salir de Canosa, Enrique era un hombre derrotado. Los italianos que se habían unido a su causa, al ver que se había humillado ante Gregorio, le dieron amplias muestras de su desprecio. Acompañado de su pequeña corte, el Rey se refugió en la ciudad de Reggio. Allí se le unieron los muchos prelados que, tras humillarse ante Gregorio, habían obtenido su absolución.

Empero Enrique había logrado una gran ventaja. La sentencia de absolución había sido revocada. Mientras no le diese al Papa otra excusa, éste no podía excomunicarlo de nuevo, ni insistir en su deposición. En el entretanto, los príncipes y obispos que en Alemania se habían sublevado contra su autoridad se veían obligados a seguir el rumbo que se habían trazado, y eligieron un nuevo emperador. Pero tras la entrevista de Canosa habían perdido el principal argumento que justificaba su rebelión. Enrique no era ya un hombre excomulgado, a quien era pecado obedecer. A pesar de su humillación y quebrantamiento, era todavía el legítimo soberano del país.

Gregorio dejó que los acontecimientos corrieran su curso. Los sublevados se reunieron y eligieron su propio emperador, de nombre Rodolfo. Los legados papales, presentes en la elección, trataron de lavarse las manos. Mas su propia presencia daba a entender que de algún modo el Papa aprobaba lo que se estaba haciendo.

La ambigua postura papal llevó a la guerra civil. Enrique regresó a Alemania, donde pronto contó con un fuerte ejército. Numerosas ciudades se negaron a abrirle sus puertas a Rodolfo. Las tropas del legítimo emperador ganaban batalla tras batalla.

La prudencia debió haberle dictado otros consejos a Gregorio.

Pero estaba tan convencido de la justicia de su causa, o del poder de la excomunión, que una vez más decidió intervenir y excomulgó a Enrique, y hasta se atrevió a profetizar que en breve el Emperador sería muerto o depuesto. Pero esta vez los resultados no fueron los mismos. La sentencia de excomunión fue recibida con desprecio por los seguidores del Emperador. La guerra siguió su curso, mientras los prelados de Alemania, y después los de Lombardía, se reunían para declarar depuesto a Gregorio y elegir su presunto sucesor, quien tomó el nombre de Clemente III. En el campo de batalla, las tropas de Enaque sufrieron un serio revés junto al río Elster. Pero en esa misma batalla perdió la vida el pretendiente Rodolfo. El partido rebelde quedó sin jefe, y la profecía papal fue desmentida, pues quien murió no fue Enrique, sino su rival.

Aunque la guerra civil continuo por algún tiempo, ya no había duda de quién sería el vencedor.

Tan pronto como la nieve se derritió en los pasos de los Alpes en la primavera del 1081, Enrique marchó contra Roma. Hildebrando se encontraba prácticamente solo, pues los normandos, quienes habían sido los mejores aliados de sus antecesores frente a las pretensiones del Imperio, también habían sido excomulgados  por él. Los defensores del Papa que trataron de cortarle el paso al Emperador fueron derrotados. Con toda premura, Gregorio hizo las paces con los normandos. Pero éstos, en lugar de ir a defender a Roma, atacaron las posesiones italianas del Imperio Bizantino. Sólo la ciudad de Roma le quedaba al papa que poco antes había visto al Emperador humillarse ante él.

Los romanos defendieron su ciudad y su papa con increíble valor. Tres veces Enrique sitió la ciudad, y otras tantas se vio obligado a levantar el sitio sin haberla tomado. Los romanos le rogaban al Papa que hiciera las paces con el Emperador, y les evitara así tantos sufrimientos. Pero Gregorio permaneció inflexible, e insistía en la excomunión de Enrique. Por fin se agotaron la resistencia, la paciencia y la fidelidad de los romanos, quienes les abrieron las puertas de la ciudad a las tropas imperiales, mientras Gregorio se refugiaba en el castillo de San Angel.

Desde San Angel, vio cómo Enrique entraba en triunfo en la ciudad papal, y cómo se reunían los prelados que venían a confirmar la elección del antipapa Clemente III. A su vez, éste coronó al Emperador. Mientras tanto, sin cejar en sus convicciones, el viejo Hildebrando era prácticamente un prisionero dentro de los muros de San Angel. Todos esperaban que el Emperador tomaría aquel último reducto de la autoridad de Gregorio VII, cuando llegó la noticia de que un fuerte ejército normando marchaba hacia la ciudad. Puesto que los soldados normandos eran más que los suyos, Enrique abandonó Roma, después de destruir varias secciones de sus murallas.

Los normandos entraron triunfantes en la ciudad papal, e inmediatamente se dedicaron a cometer toda clase de atropellos. A los pocos días, los ciudadanos no toleraron más su crueldad, y se rebelaron. Atrincherados en sus casas, y conocedores del lugar, los romanos parecían haber tomado la ventaja cuando los normandos decidieron incendiar la ciudad. Las gentes que salían huyendo a las calles eran muertas sin misericordia por los invasores, dispuestos a vengar las bajas sufridas. Cuando por fin terminó la sublevación, los normandos hicieron cautivos a millares de romanos, y los vendieron como esclavos. Se ha dicho que el estropicio causado por estos supuestos aliados de la iglesia fue mucho mayor que el que produjeron los godos o los vándalos en el siglo V.

En medio de todo esto, Gregorio permaneció mudo. Los normandos eran sus aliados, y era él quien les había hecho venir a la ciudad. Pero bien sabía que no podía contar ya con el apoyo de los romanos, a quienes su obstinación había causado tan graves daños. Por ello se retiró a Montecasino, y después a la fortaleza normanda de Salerno. Desde allí continuó tronando contra Enrique y contra el antipapa Clemente III, que por fin había logrado establecer su residencia en Roma. Poco antes de morir, perdonó a todos sus enemigos, excepto a estos dos, a quienes condenó al tormento eterno. Se cuenta que a la hora de su muerte dijo: "He amado la justicia y odiado la iniquidad. Por ello muero en el exilio".

Así terminó sus días aquel paladín inexorable de altos ideales. Gracias a él, la reforma preconizada por los papas había avanzado notablemente en diversas regiones de Europa. La simonía había quedado reducida; y en aquellos lugares en que todavía se practicaba, era vista como un vicio inexcusable. El celibato eclesiástico era ahora el ideal, no sólo de los monjes y de los papas reformadores, sino también de buena parte del pueblo. El papado había visto una de sus horas más brillantes cuando Enrique IV se humilló ante Hildebrando en Canosa. Pero todo esto se logró a un precio enorme. Centenares de familias de clérigos fueron deshechas. Las honestas mujeres que habían vivido en lícito matrimonio con hombres ordenados fueron tratadas como concubinas o como rameras, y arrancadas de sus hogares. Alemania e Italia se vieron envueltas en cruentas guerras civiles. Roma fue destruida, y muchos de sus habitantes vendidos como esclavos. Gregorio amó sinceramente la justicia y odió la iniquidad. Pero la "justicia" que amó fue tan eclesiocéntrica, su política tan dedicada a la exaltación del papado, sus ideales reformadores tan rígidamente tomados de la vida monástica, que muchos de sus resultados fueron inicuos. Su exilio fue una desventura más entre las muchas que su reforma acarreó.


González, J. L. (2003). Historia del cristianismo : Tomo 1. Miami, Fla.: Editorial Unilit.

Gracia 2parte


Cont. ———————

GRACIA Palabra que encierra varios significados relacionados con las ideas de favor, benevolencia, agradecimiento y beneficio. El término griego es caris, de donde "carismático" quiere decir un don otorgado por pura benevolencia. Las palabras hebreas que más se acercan al concepto de caris en el AT son hen (o chen), hesed (o chesed) y ratsón.

Hen da la connotación de ser acepto sin tener merecimiento y por pura benevolencia del que acepta. Así, en medio de una generación pervertida, "Noé halló
g.
ante los ojos de Jehová" (Gn. 6:8). La expresión se ve en las palabras de Moisés: "Ahora, pues, si he hallado
g.
en tus ojos, te ruego que me muestres ahora tu camino, para que te conozca, y halle
g.
en tus ojos" (Éx. 33:13). La idea que este término transmite es de una superación de la distancia entre aquel que es poderoso y aquel que es débil, y de que la iniciativa parte del primero.

Hesed generalmente se traduce como misericordia, en porciones como Gn. 39:21 ("Pero Jehová estaba con José, y le extendió su misericordia..."). En otras porciones, aunque no se utilizan estos términos hebreos, la idea está presente. Como cuando Dios dice en Oseas: "Yo sanaré su rebelión, los amaré de pura
g." NBE lo traduce así: "... los querré sin que lo merezcan".

Ratsón se utiliza para señalar aceptación o buena voluntad, como en Is. 60:10 ("... porque en mi ira te castigué, mas en mi buena voluntad tendré de ti misericordia"). Es la misma idea que se presenta en Lc. 2:14, cuando los ángeles cantan: "¡Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz, buena voluntad para con los hombres!"

Conviene señalar que la palabra caris expresa varias ideas distintas en la cultura griega. Según el contexto: a) habla de la actitud de un hombre o de un dios para inclinarse a actuar benevolentemente; b) señala también al favor mismo que esa actitud concede; c) apunta hacia la belleza que se produce en el donante como consecuencia de ambas cosas. (Hay que recordar que la palabra griega está relacionada en sus orígenes con los personajes mitológicos llamados las Gracias, que eran las que se suponía otorgaban las gracias o el garbo.) d) Se usa también para indicar la gratitud por el don recibido. e) En términos ético-jurídicos, los griegos usaban la palabra, además, para significar condonación de una deuda, o que se le perdona la vida a alguien.

Caris aparece unas ciento treinta y seis veces en el NT, de las cuales unas ciento cinco están en las epístolas de Pablo. El apóstol usa el término para expresar el concepto de la acción decisiva que Dios realizó al buscar la salvación del hombre por medio de la encarnación y muerte de su Hijo. Este concepto lo contrapone al del intento humano de buscar la salvación por medio de las obras de la ley. Al hacer esto va poniendo un frente a los otros dos grupos antitéticos de ideas. Por un lado, la g. de Dios, el don, la justicia de Dios, la fe, la sobreabundancia, el evangelio, la elección, etcétera. Y por el otro, la ley, la idea de recompensa, el pecado, las obras, la justificación propia, la jactancia, la sabiduría carnal, y cosas similares. El resultado final siempre apunta a enfatizar que la salvación es obra de Dios y que la iniciativa no puede surgir del hombre muerto en sus delitos y pecados (Ro. 3:24; 4:4–16; 5:1–21; 6:1–17; 11:5–6; 2 Co. 4:15; 6:1; 8:1; Gá. 1:6; 2:21; 5:4; Ef. 1:6–7; 2:5–9; Col. 1:6; 2 Ts. 2:16; 1 Ti. 1:14; Tit. 2:11).

Esa contraposición de la ley y la g. no es solamente del apóstol Pablo, sino de todo el NT. Juan la introduce al principio de su Evangelio ("Pues la ley por medio de Moisés fue dada, pero la
g.
y la verdad vinieron por medio de Jesucristo" [Jn. 1:17]). Así se discutió en el •Concilio de Jerusalén, donde Pedro dijo: "¿Por qué tentáis a Dios, poniendo sobre la cerviz de los discípulos un yugo que ni nuestros padres ni nosotros hemos podido llevar? Antes creemos que por la
g.
del Señor Jesús seremos salvos, de igual modo que ellos" (Hch. 15:10–11). El uso principal del término g. está relacionado, entonces, con la soteriología, con la doctrina de la salvación. Y Pablo lo enseña indicando que sale de la voluntad soberana de Dios como un regalo, un don inmerecido para el hombre, que lo recibe por fe. Es con ese sentido como utiliza las frases "g.
de Dios",
"g.
en Cristo" o "g.
de nuestro Señor Jesucristo". En el NT el Señor Jesús mismo es la g. de Dios personificada "Y aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros (y vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre), lleno de g.
y de verdad" [Jn. 1:14]), pues por medio de él Dios logra para el hombre la posibilidad de salvación. Este aspecto es esencial en el mensaje del NT.

También usa el NT la palabra g. para indicar un don de Dios mediante el cual habilita a una persona para actuar por encima de sus condiciones y circunstancias naturales. Así, aunque la condición sea de flaqueza, Dios capacita al creyente para sobreponerse a ella y aun hacer cosas que no se supone que pueden salir de un origen débil. El apóstol Pablo confesaba que tenía "un aguijón" en su carne y que había pedido a Dios que se lo quitara, pero recibió la respuesta: "Bástate mi
g;
porque mi poder se perfecciona en la debilidad" (2 Co. 12:9).


Lockward, A. (2003). Nuevo diccionario de la Biblia. Miami: Editorial Unilit.

GRACIA


El término gracia o favor (heb., chen; gr. caris) se usa generalmente en las Escrituras para indicar el favor gratis e inmerecido de Dios para con los hombres, en particular su pueblo redimido (Ro 3:24–26; Ef 2:8–9). La gracia de Dios incluye tanto su actitud como los actos de amor, misericordia y bondad para con gente que no es digna (Jn 3:16; Ro 5:6–10; Ef 2:4–9; Tit 3:4–5). El sacrificio de Cristo es la revelación máxima de la gracia divina (Jn 1:14, 16–17; 2 Co 8:9). El creyente experimenta la gracia de Dios en gran variedad de circunstancias (cp. 1 Pe 4:10, "multiforme gracia de Dios") como la salvación (Ef 2:8–9), santificación (Ro 6:14, 19, 22), servicio (2 Co 9:8) y debilidad (2 Co 12:9). La gracia o el favor a veces se usa en las Escrituras de las relaciones entre personas (Ge 33:8; Ru 2:10; Pr 14:35; Da 1:9; Hch 24:27). Dios ha capacitado a su pueblo para expresar a otros la verdadera gracia (Ef 4:29; Col 4:6).

jueves, 27 de agosto de 2009