jueves, 10 de septiembre de 2009

La torre de una iglesia evangélica alemana sustituye en el Guinness a la de Pisa como la más inclinada del mundo

BERLÍN, 29/08/2009: EFE, Mu Interesante, ProtestanteDigital. /: ACPress.net
La torre del campanario de un templo evangélico del norte de Alemania ha desplazado a la Torre de Pisa en el libro Guinness de los récords, por ser oficialmente la torre más inclinada del mundo.

La torre de Pisa no es la más inclinada del mundo. En su momento sí (comenzó a inclinarse cuando la estaban construyendo, en el año 1178), y continuó siéndolo a lo largo de muchos siglos. Pero recientemente se ha conocido que la torre de la iglesia de Suurhusen, localidad alemana situada en Niedersachsen (Baja Sajonia), soporta una inclinación de 5,07 grados, mientras que la desviación sobre la vertical que padece la Torre de Pisa es "sólo" de 3,97 grados.

Suurhusen, localidad de 1.175 habitantes en Frisia Oriental (noroeste), recibió de manos de Olaf Kuchenbecker, director de la sección alemana del Libro Guinness de los Récords Mundiales, el documento que certifica una ventaja de más de un grado de inclinación ya en noviembre de 2007. Pero hubo que esperar hasta confirmar que no surgía otra torre inclinada en el mundo que superase a la alemana.

Ahora, la iglesia evangélica de Suurhusen se incluye en la famosa publicación, puesto que con sus 5,07 grados es ya oficialmente la torre más inclinada del mundo, frente a los 3,97 grados de su contrincante italiana.

El ministro evangélico Frank Wessels, pastor del templo, estaba muy contento y orgulloso de que su iglesia obtuviera este record y así lograr contribuir con fondos públicos al mantenimiento del edificio. Esta iglesia evangélica, que inició su construcción en el siglo XIII, acoge anualmente unos 15.000 visitantes.

HISTORIA

La torre tiene 27,37 metros de altura. Forma parte de una iglesia evangélica, que fue construida en 1450, sobre una base de troncos de roble que se pudrió y cedió bajo el peso del edificio en el siglo XIX. Comenzó entonces a inclinarse y separarse lentamente de la nave principal del templo.

Cuando en 1970 se dieron cuenta de la gravedad de la situación, decidieron cerrarla al público por temor a un derrumbe. En 1985 le pusieron un corsé de hierro, pero siguió inclinándose hasta 1996, año en que se consiguió detener el desnivel de la torre de la iglesia tras haber apuntalado los cimientos.

En el año 2004 se comprobó que la torre había alcanzado los 5,07 grados de inclinación, lo que la convirtió en candidata a ser incluida en el Libro Guinness de los Récords. Desde 1996, tras comprobar que se detenía el aumento progresivo del desnivel, se han vuelto a celebrar en la iglesia de Suurhusen algunos oficios religiosos, sobre todo en fechas señaladas.

martes, 8 de septiembre de 2009

¿Existe el gen de la fe?

¿Hay genes para creer en Dios? ¿actúan tales genes en el cerebro permitiéndole al ser humano creer en la divinidad y en una vida después de la muerte? Recientemente, algunos biólogos evolucionistas han manifestado que la creencia religiosa es la expresión de un instinto humano universal y que en el mapa del genoma habría unos genes para creer en Dios o para ser religioso.

En este sentido, el famoso sociobiólogo, Edward O. Wilson (1999), ha manifestado que la moralidad es la expresión codificada de nuestros instintos, y que lo que es considerado moralmente correcto se deriva en realidad de lo que acontece de forma natural. Esto conduciría a la conclusión de que la creencia en Dios, por ser algo natural en el ser humano, sería por tanto correcta.

A pesar de todo, Wilson admitió que la fe teísta constituía un desafío fundamental para la teoría de la evolución, ya que ésta era incapaz de explicar por qué tal creencia era tan extendida entre los seres humanos y estaba tan fuertemente arraiga en nuestra especie. Al fin y al cabo, el altruismo, el amor al prójimo, la solidaridad hacia los débiles o necesitados, que proponen las religiones monoteístas, no suponen ninguna ventaja evolutiva para los individuos que ponen en práctica tales comportamientos. Más bien, en algunos casos, representan serios perjuicios para ellos.

Posteriormente, el genetista estadounidense, Dean H. Hamer, famoso por su controvertido gen de la homosexualidad, ha manifestado haber encontrado otro gen que, con toda probabilidad, dará mucho que hablar, se trata del "gen de Dios" o el gen que haría posible el desarrollo de la fe religiosa en el ser humano. Su planteamiento es puramente materialista y reduccionista. En su opinión, toda religiosidad y espiritualidad humana quedaría bien explicada en términos exclusivamente físicos y químicos. Las personas creyentes lo serían porque poseen dicho gen, o porque éste no habría tenido problemas ambientales o fisiológicos para manifestarse. Por el contrario, en el caso de los incrédulos o ateos, no existiría el hipotético gen de la fe, o bien la educación y el ambiente en que se formaron habrían impedido que se manifestara adecuadamente.

En su obra, The God gene (2004), Hamer afirma que el gen de Dios, al que denomina VMAT2, predispone a la gente hacia la creencia espiritual. ¿Qué repercusiones puede tener esta hipótesis? Si existe dicho factor genético y realmente influye sobre la fe religiosa, cosa que todavía está por ver, esto podría implicar que la espiritualidad carece de fundamento metafísico. Si las personas creen en Dios como consecuencia de poseer un gen determinado, entonces la realidad de Dios y del mundo espiritual no sería más que una construcción ilusoria del ser humano. La genética acabaría así con la teología, pues el gen de Dios sería en realidad el gen del ateísmo asesino que mataría definitivamente la idea de un Creador. ¿Qué podemos replicar a esta cuestión? El asunto no es, ni mucho menos, tan concluyente como algunos pretenden. Veamos por qué. En primer lugar, aunque se demostrara científicamente que dicho gen VMAT2 existe y que, en efecto, actúa sobre la creencia religiosa del ser humano, esto no implicaría necesariamente que la fe y la espiritualidad fueran algo carente de fundamento. El hecho de conocer la causa fisiológica que hace posible una creencia, no determina si dicha creencia es cierta o falsa.

Por ejemplo, imagínese a un hombre que ha sufrido un accidente y como resultado del mismo ha quedado paranoico. Con el transcurso del tiempo, podría llegar a creer que su esposa y uno de sus mejores amigos desean matarlo con algún fin oscuro, como cobrar el seguro. Sería razonable pensar que dicha creencia es infundada y que se debe sólo a la propia enfermedad que padece. Sin embargo, esto no elimina por completo la posibilidad de que el hombre esté en lo cierto y que realmente su esposa y su amigo hayan planeado matarle. De la misma manera, aunque el hecho de creer en Dios estuviera favorecido por una causa genética, ello podría interpretarse de dos formas distintas. A saber, o los genes nos engañan y Dios no existe, o bien, Dios existe y fue quien creó los genes que nos permiten creer en él.

No conviene olvidar que Dean H. Hamer fue también el investigador que en 1994 descubrió la famosa región Xq28 en el cromosoma sexual X de 76 varones homosexuales, región que denominó precisamente así: gen de la homosexualidad o gen gay. Pronto se empezó a creer que la homosexualidad tenía una causa biológica hereditaria. Algunos de estos trabajos fueron realizados por científicos homosexuales, como el neurólogo, Simon LeVay, del Salk Institute de los Estados Unidos, que estaban particularmente interesados en el asunto. Ansiosos por fijar en la mente del público aquello de lo que estaban convencidos, es decir, que los homosexuales habían "nacido así" y no podían hacer nada por cambiar de actitud.

Sin embargo, el gen de la homosexualidad se esfumó con las investigaciones realizadas en lesbianas, ya que ellas carecían de dicha zona Xq28. Hoy se sabe además que ni siquiera la poseen todos los homosexuales varones. Las últimas investigaciones genéticas sobre este tema, especialmente las del genetista, J. Michael Bailey, que ha analizado muchos linajes de homosexuales, no han logrado hallar el pretendido gen gay. Incluso el propio Hamer ha manifestado que hasta que dicho gen no se descubra, sería un error suponer su existencia.

De cualquier manera, hay que enfrentar este dilema con sensatez. ¿Qué determina la homosexualidad, la herencia, el ambiente o ambas cosas a la vez? El psicoanálisis, por ejemplo, dice que la homosexualidad masculina está determinada en gran parte por el amor excesivo de la madre.

¿Y si el gen localizado al final del cromosoma X no la determina, pero en su lugar juega un papel importante dando información al cerebro sobre si la madre es demasiado amante o no? Entonces, dicho gen sería irrelevante en el origen de la homosexualidad masculina. Estudios recientes han mostrado que el 50% de los hermanos gemelos de homosexuales no lo son. Esto significa que la región Xq28, que ambos hermanos poseen, no determina la homosexualidad.

Además, si la homosexualidad tuviera una causa hereditaria, ya se habría extinguido, pues cualquier especie que tiende a no reproducirse, tarde o temprano desaparece. Sin embargo, las estadísticas demuestran que la homosexualidad oscila a lo largo de la historia y según las diversas culturas. Ahora está aumentando el número de homosexuales, sobre todo en Occidente, como lo hizo en el mundo antiguo (Sodoma y Gomorra, Grecia, Imperio romano, etc.), gracias a su progresiva aceptación social.

No obstante, la mayor parte de los especialistas cree hoy que la homosexualidad se debe a una alteración del desarrollo psíquico y sexual ocurrida a causa de los modelos de conducta observados en la más tierna infancia. Puede ser desencadenada como consecuencia de anomalías psicosociales, debido a una mala influencia de los padres, a ciertos traumas sexuales infantiles, a la presión del ambiente, o como reacción frente a las frustraciones, debido a seducción por parte de otros homosexuales, por saturación de relaciones heterosexuales, al llevar una convivencia forzada entre personas del mismo sexo o, simplemente, por afán de experimentación.

Pues bien, después de la negativa experiencia del doctor Hamer con el pretendido gen de la homosexualidad, uno se pregunta, ¿no debería haber aprendido la lección y ser más prudente en las conclusiones de sus investigaciones futuras? Pues parece que no es así, y en vez de adoptar una actitud sensata, ha optado de nuevo por lanzar a los cuatro vientos, a bombo y platillo, su último descubrimiento del gen de Dios y sus precipitadas conclusiones. ¿Cuánto tiempo tardarán sus detractores científicos, que son numerosos, en desacreditar otra vez este sospechoso hallazgo?

No es posible negar que la ciencia de la herencia, como toda disciplina científica experimental que consigue resultados favorables para el ser humano, ha logrado un puesto preferente en la sociedad. Ésta se hace eco de los últimos descubrimientos genéticos y los medios informativos están siempre pendientes de todo aquello que pueda mejorar la salud humana.

No obstante, algunos investigadores, que también son responsables o accionistas de empresas biotecnológicas, o incluso ávidos por conseguir un best-séller, en ocasiones procuran hinchar sus descubrimientos para estimular el curso de sus beneficios económicos. Surgen así las informaciones sensacionalistas que cuando consiguen el efecto económico deseado, suelen ser desmentidas de inmediato.

Hace algunos años, la prensa empezó a difundir que se había descubierto "la enzima de la inmortalidad". La noticia se basaba en un artículo publicado en la prestigiosa revista Science, en enero de 1998, que trataba sobre el aparente aumento de la duración de la vida de las células cultivadas gracias a la introducción de un gen, que produce una enzima capaz de reparar los extremos de los cromosomas. La intensa publicidad que le dieron los medios a esta noticia hizo que en un programa de televisión se dijera que, dentro de unos años, este descubrimiento permitiría alargar la vida humana hasta los 150 años.

Inmediatamente subieron los títulos bolsistas de la empresa Geron, que era la compañía de biotecnología que estaba detrás de la campaña mediática. En una sola sesión ganaron más del 50%. Días después, cuando se hizo el correspondiente desmentido, los títulos volvieron a bajar. Pero la popularidad de Geron ya estaba hecha y los avispados inversores que acertaron a comprar y vender a tiempo, hicieron su agosto. Algo parecido ocurre cuando algún periódico proclama que ha sido descubierto el gen de la esquizofrenia, del alcoholismo, la homosexualidad, la fe o el de la psicosis maníaco-depresiva. El sensacionalismo perjudica a los afectados creándoles falsas expectativas y contribuye, a la larga, a que la gente empiece a dudar de la honestidad de los científicos.

Ante esta triste realidad, es necesario entender que cuando se dice que se ha descubierto un determinado gen, lo que en realidad se afirma es que se ha realizado una localización del mismo. Pero localizarlo no es lo mismo que aislarlo. Saber donde está, o en qué lugar del cromosoma se halla, no es lo mismo que tenerlo ya en la mano para poderlo clonar. La simple localización de un gen, aunque es un punto de partida necesario para empezar, es también un dato muy frágil. Cada gen tiene un 95% de posibilidades de hallarse en la región indicada, pero un 5% de estar en cualquier otro sitio. Toda localización exige siempre ser confirmada. Hoy, varios cientos de enfermedades están localizadas, pero el gen que las produce no ha sido todavía aislado. De ahí que los resultados deban tomarse con prudencia. Además, la mayor parte de la enfermedades génicas no sólo dependen de un único gen, sino de varios, de la interacción de variantes que pueden conferirle a su portador un riesgo mayor o menor.

Después de localizar y aislar un gen, el paso siguiente es el descubrimiento de una proteína que hasta entonces no se conocía. Es probable que tal proteína posea una función desconocida en el organismo, que resulte esencial para la salud del individuo. Su ausencia o anormalidad provocan la enfermedad.

Es necesario comprender entonces cuál es la función de dicha proteína en la célula que interviene. Y sólo entonces se puede pensar en reparar los daños o en suplir su déficit. Todo este proceso de investigación puede tardar lustros o décadas. Pese a las justificadas esperanzas que generan, las curaciones por medio de la terapia génica son todavía muy escasas. Esto ha originado cierta desilusión, que el sensacionalismo periodístico contribuye a incrementar.

Probablemente, en el futuro, la terapia génica tendrá un lugar importante entre los medicamentos derivados del conocimiento de los genes. Pero no parece que este lugar sea preponderante, ni tampoco que se resuelva de forma inmediata el desfase existente entre el diagnóstico y la terapia. No es de extrañar que los medios de comunicación hablen tanto de genética, ya que se trata de la ciencia que más ha progresado durante los diez últimos años. El problema es que, en ocasiones, la información que se transmite es parcial, deformada e incluso completamente errónea. Esto es algo que todo periodista científico debería evitar, intentando profundizar en la materia que trata para no crear falsas esperanzas en el lector y, sobre todo, para permanecer fiel a la verdad.

Además de los genes y las neuronas cerebrales, hay otros factores que influyen también sobre las personas, como son la voluntad, el medio ambiente, la educación, la cultura, por no hablar del poder de la gracia divina. Si, como parece, los genes son capaces de afectar la conducta del ser humano y ésta puede afectar a los genes, entonces hay una influencia recíproca y total. No existe un único gen de la fe, o gen de Dios, como tampoco existe un gen de la libertad o de la homosexualidad. Hay, sin embargo, algo mucho más importante: toda nuestra naturaleza humana, predestinada inflexiblemente en nuestros genes por el Creador y, a la vez, exclusiva de cada uno de nosotros. Se trata del propio yo personal. Nuestra conducta depende de él, como también nuestras creencias y valores. Pero también esa conducta puede influir sobre nuestro genoma y potenciarlo o silenciarlo por completo. Por eso somos libres y responsables delante del Creador.

En mi opinión, resulta ridículo pensar que la fe sincera del ser humano pueda estar atada a cualquier estructura génica o material. La Biblia enseña con toda claridad que sólo el hombre es capaz de creer y comunicarse con la divinidad, por ser precisamente imagen de Dios. Todo intento de fundamentar esta singular relación espiritual en los átomos de la materia, en las moléculas de ADN y en los genes, está de antemano condenado al fracaso y al descrédito de quien pretenda argumentarlo científicamente. La genética no acabará jamás con la teología, y mucho menos con la Palabra de Dios, como tampoco la materia anulará nunca al espíritu.

Antonio Cruz es biólogo, profesor y escritor.

© A. C. Suárez, ProtestanteDigital.

viernes, 28 de agosto de 2009

Descarga de Libro

Biografía de C.H.Spurgeon

Gregorio VII y Enrique IV


A pesar de sus decretos en contra de la investidura laica, el Papa no parecía estar dispuesto a aplicarlos universalmente. Mientras los diversos señores laicos designaran a personas dignas, y su investidura se hiciese sin sospecha alguna de simonía, Gregorio no insistiría en sus decretos. El caso de Enrique IV de Alemania, sin embargo, era más difícil, pues varios de sus nombramientos, hechos sin prestar atención alguna a los edictos papales, eran cuestionables. Pero a pesar de ello el Papa se limitó a hacerle llegar noticia de su descontento.

La chispa que provocó el incendio fue la cuestión del episcopado de Milán. La sede de esa ciudad había estado en disputa por algún tiempo, y por fin esa dificultad parecía haberse resuelto, cuando se produjeron motines en la ciudad. El obispo que por fin había logrado ser reconocido como legítimo trataba de imponer el celibato eclesiástico. Quizá con su anuencia, los patares se lanzaron de nuevo a las calles, insultaron a los clérigos casados y a sus esposas, y destruyeron sus propiedades. Algunos de éstos huyeron a Alemania, donde pidieron socorro a Enrique. Este último, sin consultar con el Papa, declaró depuesto al obispo de Milán, y nombró a otro en su lugar.

La respuesta de Gregorio no se hizo esperar. Apeló a la autoridad que decía tener de juzgar a reyes y emperadores, y le ordenó a Enrique que se presentase en Roma, donde sus graves delitos serían juzgados. Si no acudía antes del 22 de febrero (de 1076) sería depuesto, y su alma condenada al infierno.

Al recibir la misiva del Papa, el Emperador parecía hallarse en la cumbre del poder. Poco antes había ahogado una sublevación entre sus súbditos sajones. Su popularidad en Alemania era grande; los jefes de la iglesia en sus dominios parecían dispuestos a apoyarle.

La situación de Gregorio era parecida. Poco antes, el día de Nochebuena del 1075, un tal Cencio, al mando de un grupo de soldados, había irrumpido en la iglesia en que se celebraba la misa y el Papa, herido y golpeado, había sido hecho prisionero. Cuando el pueblo lo supo, se lanzó a las calles, sitió, tomó y arrasó la torre en que Hildebrando estaba cautivo, y sólo dejó escapar a Cencio porque el Pontífice le perdonó la vida, a condición de que fuera en peregrinaje a Jerusalén.

Por tanto, ambos contrincantes, al tiempo que habían recibido pruebas recientes del apoyo con que contaban, también habían tenido señales de la oposición que existía contra ellos, aun entre sus propios súbditos.

El Emperador no podía acudir a Roma, para ser juzgado como un criminal cualquiera. Luego, su única salida estaba en hacer ver que el Papa que lo declaraba depuesto y excomulgado no era legítimo, y que por tanto sus sentencias carecían de valor. Con ese propósito convocó a un sínodo que se reunió en Worms el día 24 de enero. Allí el cardenal Hugo "el Blanco", quien anteriormente había exaltado a Hildebrando, declaró que se trataba de un tirano cruel y adúltero, dado además a la magia. Acto seguido, sin pedir más pruebas, los obispos se sometieron a la voluntad imperial, y declararon depuesto a Gregorio. Sólo dos prelados se atrevieron a protestar, y aun éstos firmaron cuando se les señaló que de negarse a hacerlo serían culpables de traición contra el Emperador. Entonces, en nombre del concilio, Enrique le comunicó estas decisiones "a Hildebrando, no ya papa, sino falso monje".

Un mes después, el 21 de febrero, Hildebrando presidía el concilio a que había llamado a Enrique, cuando el sacerdote Rolando de Parma irrumpió en el recinto, gritando en nombre del Emperador que Hildebrando no era ya papa, y que el soberano les ordenaba a todos los allí reunidos que fueran ante su presencia el día de Pentecostés, cuando un nuevo pontífice sería nombrado.

La esperanza de Enrique era que algunos de los miembros de aquel concilio se atemorizaran, e Hildebrando perdiera así algo de su apoyo. Pero lo que sucedió fue todo lo contrario. Algunos de los presentes trataron de castigar físicamente al mensajero, y sólo la intervención del Papa logró evitarlo. Tras restablecer el orden, Gregorio se dirigió a la asamblea, diciéndole que estaban presenciando los grandes males que según las Escrituras habrían de venir en tiempos del Anticristo. Luego el concilio recesó hasta el día siguiente, dejando al Papa a cargo de dirigir contra el Emperador "una sentencia aplastante, que sirva de lección a las edades por venir". Al otro día por la mañana, el 22 de febrero, el Papa condenó y declaró depuestos y excomulgados a los obispos alemanes que se habían prestado a los designios de Enrique. En cuanto a éste último, el Papa declaró:

En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, por el poder y la autoridad de San Pedro, y en defensa y honor de la iglesia, pongo en entredicho al rey Enrique, hijo del emperador Enrique, quien con orgullo sin igual se ha alzado contra la iglesia, prohibiéndole que gobierne en todos los reinos de Alemania y de Italia. Además libro de sus juramentos a quienes le hayan jurado o pudieran jurarle fidelidad. Y prohíbo que se le obedezca como rey.

Al recibir la sentencia papal, Enrique decidió responder de igual modo, y reunió a un grupo de obispos que declaró excomulgado a Gregorio. En diversos lugares los más fieles seguidores del Emperador siguieron su ejemplo, y por tanto el cisma parecía inevitable.

Pero el poder de Enrique no era tan firme como parecía. Muchos de sus seguidores sabían que las acusaciones que se hacían contra Gregorio eran falsas, y temían por la salvación de sus almas. Pronto hubo obispos que le escribieron al Papa, pidiendo perdón por haberse prestado a los manejos del Emperador. Luego Guillermo de Utrecht, uno de los principales acusadores de Hildebrando, murió de repente, y el pánico cundió por las filas imperiales. Los sajones amenazaban rebelarse de nuevo. Varios nobles poderosos, fuera por motivos de conciencia o de política, comenzaron a negarle obediencia al Emperador. En su propia corte corrió el rumor de que quienes se contaminaran con su trato harían peligrar sus almas. El Papa convocó a una dieta del Imperio, que debería reunirse en febrero del próximo año, para juzgar al Rey, deponerlo y elegir su sucesor.

En tales circunstancias, no le quedaba a Enrique otro recurso que apelar a la misericordia del Papa. Para ello, tenía que entrevistarse con Gregorio, y lograr su absolución, antes que la dieta se reuniera en Augsburgo. Por tanto, reunió en derredor suyo a los pocos fieles servidores que le quedaban, y emprendió el camino hacia Italia. Pero sus enemigos le cerraban el paso por la ruta más directa, y tuvo que desviarse a través de Borgoña. Cuando por fin llegó a los Alpes, la nieve era tanta que era casi imposible atravesar la cordillera. Por fin, con la ayuda de los naturales del lugar, y tras mil peripecias, logró cruzar los Alpes y entrar en Italia. Allí le esperaba una sorpresa. Los nobles y muchos de los clérigos del norte de la Península sentían gran odio hacia Hildebrando y sus rigores excesivos, y por tanto fueron muchos los que, al saber que Enrique IV estaba en el país, acudieron a él. Pronto el Emperador marchaba al frente de un ejército imponente, compuesto por gentes que creían que había venido a Italia a deponer al Papa.

Gregorio, por su parte, no sabía cuáles eran las verdaderas intenciones de Enrique. Temiendo un ataque militar, decidió detener su marcha hacia Alemania, donde se había propuesto presidir la dieta del Imperio, y fijó su residencia en Canosa, cuyas fortificaciones lo protegerían si el Emperador venía en son de guerra.

Pero Enrique no estaba dispuesto a jugarse el trono de Alemania continuando su política de oposición al Papa. Su propósito era someterse al Pontífice. Pero hacerlo, no ante la dieta del Imperio, en presencia de sus súbditos, sino en la relativa intimidad de la corte papal. Repetidamente le pidió al Papa que lo recibiera; pero éste rechazó todas sus peticiones. Varias de las personas más allegadas a Gregorio intercedieron a favor del soberano excomulgado.

Por fin se le permitió entrar en Canosa. Pero las puertas del castillo permanecieron cerradas, y Enrique se vio obligado a pedir entrada durante tres días, vestido de penitente a la intemperie, en medio de la nieve profunda que todo lo cubría.

Al parecer, Gregorio temía que el arrepentimiento de su enemigo no era sincero, y por tanto hubiera preferido proseguir con sus planes de deponerlo y nombrar su sucesor. Pero, ¿cómo podía quien se llamaba el principal de los seguidores de Cristo negarle el perdón a quien de tal modo lo pedía? A la postre, las puertas se abrieron, y el Emperador, descalzo y vestido de penitente, fue conducido hasta el Papa, quien exigió de él una larga lista de condiciones, y completó su humillación negándose a aceptar su juramento sin la garantía de otros nobles y prelados que se comprometieron a obligar al Rey a cumplir lo prometido.

Al salir de Canosa, Enrique era un hombre derrotado. Los italianos que se habían unido a su causa, al ver que se había humillado ante Gregorio, le dieron amplias muestras de su desprecio. Acompañado de su pequeña corte, el Rey se refugió en la ciudad de Reggio. Allí se le unieron los muchos prelados que, tras humillarse ante Gregorio, habían obtenido su absolución.

Empero Enrique había logrado una gran ventaja. La sentencia de absolución había sido revocada. Mientras no le diese al Papa otra excusa, éste no podía excomunicarlo de nuevo, ni insistir en su deposición. En el entretanto, los príncipes y obispos que en Alemania se habían sublevado contra su autoridad se veían obligados a seguir el rumbo que se habían trazado, y eligieron un nuevo emperador. Pero tras la entrevista de Canosa habían perdido el principal argumento que justificaba su rebelión. Enrique no era ya un hombre excomulgado, a quien era pecado obedecer. A pesar de su humillación y quebrantamiento, era todavía el legítimo soberano del país.

Gregorio dejó que los acontecimientos corrieran su curso. Los sublevados se reunieron y eligieron su propio emperador, de nombre Rodolfo. Los legados papales, presentes en la elección, trataron de lavarse las manos. Mas su propia presencia daba a entender que de algún modo el Papa aprobaba lo que se estaba haciendo.

La ambigua postura papal llevó a la guerra civil. Enrique regresó a Alemania, donde pronto contó con un fuerte ejército. Numerosas ciudades se negaron a abrirle sus puertas a Rodolfo. Las tropas del legítimo emperador ganaban batalla tras batalla.

La prudencia debió haberle dictado otros consejos a Gregorio.

Pero estaba tan convencido de la justicia de su causa, o del poder de la excomunión, que una vez más decidió intervenir y excomulgó a Enrique, y hasta se atrevió a profetizar que en breve el Emperador sería muerto o depuesto. Pero esta vez los resultados no fueron los mismos. La sentencia de excomunión fue recibida con desprecio por los seguidores del Emperador. La guerra siguió su curso, mientras los prelados de Alemania, y después los de Lombardía, se reunían para declarar depuesto a Gregorio y elegir su presunto sucesor, quien tomó el nombre de Clemente III. En el campo de batalla, las tropas de Enaque sufrieron un serio revés junto al río Elster. Pero en esa misma batalla perdió la vida el pretendiente Rodolfo. El partido rebelde quedó sin jefe, y la profecía papal fue desmentida, pues quien murió no fue Enrique, sino su rival.

Aunque la guerra civil continuo por algún tiempo, ya no había duda de quién sería el vencedor.

Tan pronto como la nieve se derritió en los pasos de los Alpes en la primavera del 1081, Enrique marchó contra Roma. Hildebrando se encontraba prácticamente solo, pues los normandos, quienes habían sido los mejores aliados de sus antecesores frente a las pretensiones del Imperio, también habían sido excomulgados  por él. Los defensores del Papa que trataron de cortarle el paso al Emperador fueron derrotados. Con toda premura, Gregorio hizo las paces con los normandos. Pero éstos, en lugar de ir a defender a Roma, atacaron las posesiones italianas del Imperio Bizantino. Sólo la ciudad de Roma le quedaba al papa que poco antes había visto al Emperador humillarse ante él.

Los romanos defendieron su ciudad y su papa con increíble valor. Tres veces Enrique sitió la ciudad, y otras tantas se vio obligado a levantar el sitio sin haberla tomado. Los romanos le rogaban al Papa que hiciera las paces con el Emperador, y les evitara así tantos sufrimientos. Pero Gregorio permaneció inflexible, e insistía en la excomunión de Enrique. Por fin se agotaron la resistencia, la paciencia y la fidelidad de los romanos, quienes les abrieron las puertas de la ciudad a las tropas imperiales, mientras Gregorio se refugiaba en el castillo de San Angel.

Desde San Angel, vio cómo Enrique entraba en triunfo en la ciudad papal, y cómo se reunían los prelados que venían a confirmar la elección del antipapa Clemente III. A su vez, éste coronó al Emperador. Mientras tanto, sin cejar en sus convicciones, el viejo Hildebrando era prácticamente un prisionero dentro de los muros de San Angel. Todos esperaban que el Emperador tomaría aquel último reducto de la autoridad de Gregorio VII, cuando llegó la noticia de que un fuerte ejército normando marchaba hacia la ciudad. Puesto que los soldados normandos eran más que los suyos, Enrique abandonó Roma, después de destruir varias secciones de sus murallas.

Los normandos entraron triunfantes en la ciudad papal, e inmediatamente se dedicaron a cometer toda clase de atropellos. A los pocos días, los ciudadanos no toleraron más su crueldad, y se rebelaron. Atrincherados en sus casas, y conocedores del lugar, los romanos parecían haber tomado la ventaja cuando los normandos decidieron incendiar la ciudad. Las gentes que salían huyendo a las calles eran muertas sin misericordia por los invasores, dispuestos a vengar las bajas sufridas. Cuando por fin terminó la sublevación, los normandos hicieron cautivos a millares de romanos, y los vendieron como esclavos. Se ha dicho que el estropicio causado por estos supuestos aliados de la iglesia fue mucho mayor que el que produjeron los godos o los vándalos en el siglo V.

En medio de todo esto, Gregorio permaneció mudo. Los normandos eran sus aliados, y era él quien les había hecho venir a la ciudad. Pero bien sabía que no podía contar ya con el apoyo de los romanos, a quienes su obstinación había causado tan graves daños. Por ello se retiró a Montecasino, y después a la fortaleza normanda de Salerno. Desde allí continuó tronando contra Enrique y contra el antipapa Clemente III, que por fin había logrado establecer su residencia en Roma. Poco antes de morir, perdonó a todos sus enemigos, excepto a estos dos, a quienes condenó al tormento eterno. Se cuenta que a la hora de su muerte dijo: "He amado la justicia y odiado la iniquidad. Por ello muero en el exilio".

Así terminó sus días aquel paladín inexorable de altos ideales. Gracias a él, la reforma preconizada por los papas había avanzado notablemente en diversas regiones de Europa. La simonía había quedado reducida; y en aquellos lugares en que todavía se practicaba, era vista como un vicio inexcusable. El celibato eclesiástico era ahora el ideal, no sólo de los monjes y de los papas reformadores, sino también de buena parte del pueblo. El papado había visto una de sus horas más brillantes cuando Enrique IV se humilló ante Hildebrando en Canosa. Pero todo esto se logró a un precio enorme. Centenares de familias de clérigos fueron deshechas. Las honestas mujeres que habían vivido en lícito matrimonio con hombres ordenados fueron tratadas como concubinas o como rameras, y arrancadas de sus hogares. Alemania e Italia se vieron envueltas en cruentas guerras civiles. Roma fue destruida, y muchos de sus habitantes vendidos como esclavos. Gregorio amó sinceramente la justicia y odió la iniquidad. Pero la "justicia" que amó fue tan eclesiocéntrica, su política tan dedicada a la exaltación del papado, sus ideales reformadores tan rígidamente tomados de la vida monástica, que muchos de sus resultados fueron inicuos. Su exilio fue una desventura más entre las muchas que su reforma acarreó.


González, J. L. (2003). Historia del cristianismo : Tomo 1. Miami, Fla.: Editorial Unilit.